Corona de Cristo

La música resonaba en la espuma acústica, vibrando y repeliendo las notas musicales, impidiendo así que aquellos acordes y melodías que se producían en el cuarto de ensayos invadieran los pasillos del edificio, molestando a los vecinos y provocando disturbios. Ana, sudando y entre jadeos, producía guturales como le era posible, rasgando su guitarra con las uñas, pues las púas yacían rotas en la alfombra enrojecida por la sangre de sus cutículas. El resto de la banda seguía tocando, mirándose entre sí, confusos, pensando en detenerla o continuar, pero bastaba con recordar el mensaje que Ana había recibido en mitad del ensayo “Ama falleció, Ana...” fue lo que todos vieron cuando Ana dejó el teléfono de lado y se tiró al suelo, sollozando. Todo fue confuso para la banda, Daniel se retiró a un a esquina y se limitó a fumar, mientras que Luis se agachó a consolar a Ana y Lisa se quedó allí, parada, pensando en el dolor de su novia, tratando de imaginar qué se siente perder al ser que más amas, tratando de recordar aquellas memorias que Ana le contaba cuando caminaban por el parque, esas historias de la abuela cuando salía temprano en las mañanas a hacer las compras y siempre le llevaba una paleta a Ana, siempre con discreción de que su madre la viera. 


  • “Cuando era pequeña la abuela solía llevarme con ella a recoger las telas que usaba para hacer sus vestidos...” recordaba Lisa la historia de su amada “Salíamos de casa y parábamos cada minuto a que Ama saludara a sus amigas; siempre tienen cosas que contarle a mi abuela: Que el hijo de la prima había ido a prisión, que tal pareja que vivía en el departamento de juntos se había separado… Eso ocurría dos veces al mes. Una vez llegué a contar cada cuánto nos detenemos a hablar con una amiga de Ama. Apenas sabía contar hasta treinta, así que contaba mis pasos en lugar del tiempo. Cada veintidós pasos una señora la detenía en la calle… Veintidós pasos exactos” recordó como Ana esbozó una ligera sonrisa y miró al lago que reflejaba la luz del atardecer “cada veintidós pasos había una nueva historia que escuchar, cariño. Ahora sabes por qué nunca dejó de escribir canciones”.


Lisa seguía absorta, de pie, como un monolito. El silencio la perturbaba y nublaba sus pensamientos. Toda su vida había consistido en cuerdas, acordes mayores y menores, platillos y tarolas, guturales y falsetes y ahora todo ese sonido se había frenado de golpe ante el terror del llanto de Ana y el “Qué debo hacer”. Estas situaciones tintineaban en su cabeza como una voz desafinada. El resto era silencio....


Todos prefirieron dejar a Ana destruirse los dedos y la garganta a detenerla en su frenesí. No habían dicho nada pero cuando todo quedó en silencio durante la noticia de Ama, todos concordaron que el silencio les aterrorizaba. 


Ana y Lisa salieron juntas, ni siquiera cargaron con los instrumentos. El camino fue en silencio. Ana ahogaba el llanto en su garganta, se podía apreciar como su laringe subía un poco, se contenía, un pequeño quejido se lograba escuchar y después volvía a bajar. El silencio deprimía a Ana, era como estar en un jurado mientras todas las cosas malas que has hecho en tu vida, ahora son tus jueces y verdugos. Todo se limitó a caminar con las manos unidas mientras la sangre de las cutículas de los dedos de Ana descendía por sus manos, secándose entre sus dedos. pop


El silencio que tanto acosó a Lisa aquel día sólo fue el principio. La acompañó durante el velorio, donde decenas de personas se aglomeraban para ver una última vez el rostro de la abuela de Ana, un rostro desalmado y lejano a todos los presentes que habían asistido a apreciarlo. Lisa debatía en su cabeza sí ver cómo toda esa gente se apretujaba como zombies en un pequeño cuarto, atraídos por el morbo o si era mejor luchar con su cabeza; luchar con aquella vez que de la discusión de sus padres, donde su padre golpeó a su madre hasta que un vecino irrumpió en la casa. Lisa tenía el teléfono en la mano, su madre se retorcía del dolor mientras su padre descargaba sus problemas de alcohol con patadas y puñetazos, pero Lisa se limitó a ver, con desprecio, pues una hora antes su madre no la había dejado ver tv. 

El doctor dijo que de no ser por la irrupción del vecino, la mujer habría muerto con los siguientes golpes. “Mamá casi murió a causa mía y no me importó” se decía así misma mientras los zombies repetían cantos mal entonados sobre el buen viaje para la abuela de Ana “Ama murió y Ana actúa como si estuviera muerta también, pero no entiendo qué debo hacer o qué debo decirle”. Rememorar su pasado y su indulgencia la llevó a observar y escuchar lo más atentamente posible los miseros cantos desconsolados de las personas a su alrededor. 


El silencio estuvo presente cuando acompañó a Ana por las escrituras de la casa de Ama. Estuvo presente también cuando se mudaron e intentó dormir mientras Ana escondía su llanto tras las gotas de agua que caían de la regadera en al ducha. Y el silencio estuvo presente cuando se topó por casualidad con una de las plantas de Ama en el jardín. Una planta con muchos pétalos rojos como la sangre y un cuerpo lleno de espinas, tantas que Lisa por un momento abandonó la agonía de sus pensamientos y se preguntó cómo sería posible transportar aquella planta sin pincharse mínimo tres veces.


El silencio murió por fin cuando durante la cena, Ana abandonó su cólera.


  • ¿Qué tal te parece la cena? Es una receta que me enseñó a preparar Daniel. Dijo con una voz apagada, lejana mientras miraba al plato, evitando la mirada de Lisa.

  • Bien. Es bastante buena. No sabía que Daniel cocinaba. Pensé que lo único que sabía hacer era golpear platillos. Respondió lisa, intentando esbozar una sonrisa y hablar en un tono alegre, pero la incomodidad y la inseguridad eran más fuertes que su chiste.


Ana no respondió y Lisa sintió cómo las tinieblas del silencio volvían a consumirla, subían desde las patas de la mesa y trepaban poco a poco sus piernas llenas de cicatrices infantiles. La arropan y se metían en su pecho, impidiéndole respirar... 


  • Oye… En el jardín, hay una planta, tiene muchas espinas y está en perfecto estado, no como las otras. Dijo Lisa, intentando zafarse de araña con ojos resplandecientes y colmillos enormes llamada silencio.

  • Es una corona de cristo. Era la planta preferida de Ama. Nunca olvidaba regular, incluso cuando empezó a olvidar cosas, siempre la regaba y cuidaba, también hablaba con ella y le cantaba.


Los ojos de Ana se habían humedecido. Se llevó una mano al rostro, intentando ocultar su llanto de Lisa, como si hubiese cometido un acto deplorable. La cólera de Ana volvió en ese mismo momento y todo se silenció una vez más cuando Ana huyó a la ducha. El silencio volvió y para combatirlo, Lisa prefirió recordar a Ama y sus plantas. Las veces que llegó a estar en aquella casa antes de que fuera de su amada, veía cómo Ama recorría el jardín a las tres de la tarde y regaba y a sus planteas, pero siempre se detenía más tiempo con una, a la que mimaba y desde la sala, podía escuchar a la mujer tararear. Algunas canciones que según la memoria de Lisa, eran viejas canciones de Nancy Sinatra.

Ama siempre había cuidado su jardín, desde que junto con su marido, sembró la primer planta que habían recibido para su boda. O eso dijo Ana alguna vez. La mujer cuidó de sus plantas hasta que no recordaba que debía hacerlo, excepto la corona de cristo, que daba vida al jardín gris y devastado por el tiempo, como un rayo de luz en mitad de la oscuridad, como cristo cuando vino a salvarnos de nuestros pecados. Un día Ama alimentó a la planta y tarareo para ella bellas canciones, después se fue en dirección a su habitación, subiendo las escaleras, pero antes de poder llegar arriba, olvidó donde estaba y tropezó con uno de los peldaños, cayendo por los escalones que algún día había visto a su marido construir y que ahora la devolvía a su lado, en el más allá, con el verdadero Cristo.


“Corona de cristo” pensaba Lisa “Corona de cristo, corona de cristo, corona de cristo” El silencio no debía volver. Temía que si volvía, no podría controlarlo y esta vez, el juicio mental que había estado postergando como podía, la tomaría y la envolverá en redes de una telaraña rugosa y maloliente, dejándola sola, esperando que la gran araña negra, con ojos resplandecientes y enormes colmillos la devorasen.


  • Corona de cristo. Dijo Lisa, mientras retiraba los platos y el llanto de Ana recorría las paredes sin espuma acústica de la vieja casa.


poop Era Navidad. La Familia ya se había ido, Lisa se encontraba sentada frente al árbol, intentando adivinar qué luces se prenderían cuando la canción que producía el pequeño aparato verde que encendía las luces por medio de un botón rojo.


  • Lisa. Ve a la cama. Ya es tarde. Dijo su madre, un tanto molesta y recta con la pequeña, su marido había bebido y ahora actuaba como un idiota.

  • ¡Hazlo tú! Respondió la pequeña Lisa, enojada, sin quitar la vista de la lamparita número ocho que esperaba que se iluminara en el siguiente compás de la canción del aparatito con el botón rojo.

  • ¡Te vas a la cama en este mismo instante! Gritó la mujer. Había sido posiblemente la peor navidad de su vida y quien iba  a pagar los platos rotos era la pequeña lisa.


Su grito fue tan fuerte, que provocó el llanto en la pequeña lisa que exige entre sollozos a su padre. Nada más que el llanto agudo de una niña malcriada. La madre intentó llevarla a la habitación, pero la niña se retorcía en el suelo como un gusano al que le han partido por la mitad.

  • ¡Muévete de una vez, Lisa! Decía su madre a regañadientes. Intentando hacer el menor ruido posible.

La niña continuó retorciéndose en su falso sufrimiento y la puerta de la habitación principal se abrió de golpe, el sonido del viento que entró a la habitación fue tan fuerte que Lisa detuvo su lloriqueo por un segundo, para después reanudarlo, al ver a la figura de su padre.

  • ¿Qué mierda está pasando aquí? Preguntó el hombre, con la voz lenta y torpe mientras sostenía una cerveza medio terminada en la mano derecha.

  • Nada, cielo. sólo le pedía a Lisa que…

  • Es navidad y la niña puede hacer lo que se le dé la gana. o es que acaso no te gusta la navidad, Carol? Dijo el hombre, con voz rígida, acercándose a la mujer lentamente hasta acorralarla

Carol recordó el dolor de los puños en su espalda y el horror que sintió cuando una de las costillas que le rompió su esposo le perforó un pulmón. Esa sensación de que la siguiente bocanada de oxígeno que entre a tus pulmones pueda ser la última. Ese escalofrío al ver su puño izquierdo formarse, ese escalofrío similar al que se siente cuando ves un cuerpo, ese escalofrío que sintió lisa al ver a Ama en el ataúd, todo aquello reflejaba el rostro de Carol, fue entonces cuando sintió el primer golpe y el siguiente y el siguiente. Y la pequeña Lisa corrió a su habitación, pensando que su madre se había ganado el castigo de papá. 


Lisa despertó, sudorosa y aterrada. Sentía en el pecho aquel terror de la araña Silencio y saltó de la cama en un instante, yendo a vomitar.

Entre su vómito y el frío piso que congelaban sus pies mientras jadeaba, buscó a un culpable, al responsable de aquella pesadilla. El jurado que la había acusado durante aquel sueño había sido injusto. Ella solo trataba de defenderse de su madre agresiva y acudió a los puños de su padre. Debía existir alguien responsable por todo aquello, alguien que señaló su culpa y la llevó a la guillotina.


Dejó su vómito atrás, nadando en el retrete y bajó las escaleras, llegó al patio y allí la encontró. La corona de espinas. Aquella planta de Ama, una buena mujer, que jamás habría dejado a su madre morir a manos de su padre. Probablemente Ama habría llamado a emergencias la primera vez y la segunda vez habría entendido que ya era tarde para estar despierta.

La tomó entre sus manos y la despedazó como pudo. Las espinas se clavaban en sus palmas y dedos, desgarrando, mordiendo, ruñendo su piel, derramando gotas de sangre que rápidamente se convirtieron en pequeños charcos que recorrían el viejo suelo de cemento. El bello rojo de sus pétalos desapareció en fragmentos tan diminutos como las cenizas. 

La última luz en aquel jardín gris había desaparecido. Convirtiendo todo en un páramo silencioso.

El silencio se apoderó de Lisa. No sólo la corona era responsable de aquello. La araña avanzaba siligosamante hacía Lisa, desde la oscuridad de la casa al jardín, saliendo de su guarida para devorarla con aquellos colmilllos negros que rompes los huesos y despitpan los cuerpos. Alguien más había señalado su culpa.


Abandonó el muerto jardín y subió las escaleras a tropezones. En su habitación, Ana dormía plácidamente, ajena a la presencia de su amada, ajena a su dolor, sumida en su sueño egoísta.

Si alguien era responsable de todo aquello, la araña Silencio, el temor, el recuerdo, la culpa. Era la mujer que alguna vez le dijo que la amaba tal y como era y que no le importaba su pasado.

Con sus manos bañadas en sangre y espinas, estranguló a Ana, sintiendo en sus palmas  cómo la faringe de Ana intentaba subir, misma que una vez se detuvo en subir por el temor a la vergüenza al llanto en público, ahora suplicaba por una bocanada de oxígeno, de un respiro. El cuerpo de Ana se movía de un lado a otro, sin  control, su cabeza giraba de izquierda a derecha y sus ojos buscaban una explicación a todo aquello. Ana dejó de moverse, su cuerpo yacía allí, tendido, en la cama que alguna vez hicieron el amor y se prometieron apoyo mutuo. Allí donde alguna vez Ana le mostró sus más nuevas canciones a Lisa y está sólo observaba admirada al amor de su vida.


El silencio volvió. Sin gritos ahogados y sin resortes moviéndose sin control, la araña volvía, recorría el jardín y se aproximaba a la casa. Lisa no dejaría que la devorase Silencio, no esta vez. No era culpable, ella había hecho lo correcto, no era culpa suya que los demás sufrieran las pérdidas de sus seres queridos. Ella sólo quería ver las luces, no los ojos sin vida de su madre que miraban fijamente al árbol de navidad con las luces de colores encendiéndose y apagándose al compás de la canción del aparato con un botón rojo. No era su culpa; la araña no debía tomarla. No la tomaría.


Huyó de la escena del crimen y bajó las escaleras rápidamente, tropezando y resbalando, rompiéndose huesos por dentro y sintiendo cómo sus vísceras se deshacían por dentro. Llegando al suelo con huesos desechos y vísceras destrozadas, Lisa sintió cómo se le escapaba la vida y su faringe intentaba subir, para un respiro más. Fue cuando el silencio desapareció. cerró los ojos, y una sonrisa se dibujó en su rostro.


No sabía que Daniel cocinaba. Pensé que lo único que sabía hacer era golpear platillos...


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